Darles estatus político a simples criminales el gran error de la Paz Total

Sorpresa y reacciones encontradas causó la orden dada por el Presidente de Colombia, Gustavo Petro Urrego, de suspender las operaciones militares y policiales contra una facción disidente de la extinta guerrilla de las Farc y un plazo de un mes para avanzar en los diálogos con ese grupo delincuencial.
Desde el mismo momento en que el Presidente lanzó al aire su intento de Paz Total, Colombia se enfrenta a una peligrosa deformación discursiva que, al disfrazar la delincuencia común con el rotulo de grupos armados organizados, se cohonesta con una cultura de violencia parapetada en la falacia de enfrentar a un enemigo político.
Esta errónea premisa conduce inevitablemente a la exigencia de diálogos, concesiones territoriales y pactos que, lejos de pacificar, legitiman a actores cuyo único motor es la ganancia ilícita, no tienen ideología política y masacran al pueblo que tanto pregonan defender.
La realidad es contundente: en Colombia no existe una guerra civil con causas políticas inmunes al imperio de la ley. Lo que opera en el territorio nacional son estructuras armadas movidas por intereses puramente económicos, cuya renta está cimentada en cuatro frentes que son el narcotráfico, la minería ilegal, el secuestro y el robo de tierras.
Es por eso que cuando se les da el nombre de grupos armados organizados, se toman confianza y disfrazan su rótulo de delincuentes por el de combatientes, en medio de un conflicto interno plagado de intereses eternos, aupado por el gran negocio que es la guerra.
Hoy, lamentablemente, se observa el retorno a un discurso anacrónico y peligroso. Bandas criminales que buscan un estatus político reciben un respaldo implícito a través de un lenguaje ambiguo y complaciente.
El simple calificativo de “enemigo” debilita la capacidad de acción estatal y confunde a la opinión pública, con el resultado palpable de un crecimiento alarmante de la influencia criminal y una fragmentación de territorios que, paradójicamente, la violencia asociada al narcotráfico les permite controlar con mayor firmeza.
Esta confusión deliberada entre crimen y conflicto político nutre una cultura peligrosa, genera narrativas tergiversadas o adaptadas a los intereses de quienes logran administrar mejor y sacarles mayor provecho a todos los actos de violencia.
La propuesta que ignora la naturaleza fundamentalmente económica de la violencia criminal incurre en un error estratégico de graves consecuencias porque otorga reconocimiento político a estructuras que operan con objetivos puramente delictivos.
La salida eficaz a esta encrucijada requiere un diagnóstico preciso y valiente como identificar con claridad y sin eufemismos a los responsables de delitos graves.
Sólo así se podrá aplicar la ley con firmeza, sin ambigüedades y sin concesiones políticas que erosionan el estado de derecho, además, el poder diseñar programas de justicia restaurativa que no pierdan de vista la línea divisoria fundamental para poder definir entre el crimen organizado con estimulaciones económicas y un conflicto armado con motivaciones políticas.