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Seguridad y violencia rural

Resumen

Aunque se firmó la paz con las Farc, la violencia en el campo colombiano continúa. Nuevos actores ilegales se disputan el territorio. La seguridad debe ser una política integral que incluya desarrollo social y participación comunitaria para lograr una verdadera transformación.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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by Luis E. Gilibert
Seguridad y violencia rural

La violencia en el campo colombiano ha cambiado de rostro, pero no ha desaparecido; tras la firma del acuerdo de paz con las Farc -en 2016-, muchos pensaron que la tranquilidad regresaría a las veredas y corregimientos; sin embargo, los hechos demuestran que nuevos actores ilegales se disputan los territorios con la misma crudeza. Disidencias, narcotráfico y estructuras criminales han encontrado en las zonas rurales un escenario ideal para fortalecer sus economías ilícitas, dejando a las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes atrapadas en un fuego cruzado.

El Estado, históricamente débil en las periferias, enfrenta hoy un doble reto: recuperar la confianza de poblaciones que se sienten olvidadas y responder con eficacia al avance de organizaciones que no solo imponen su poder armado, sino que controlan la vida económica y social. En este escenario, la seguridad no puede limitarse a la presencia de soldados o policías, debe entenderse como una política integral en la que desarrollo social, participación comunitaria y fuerza pública actúen de manera coordinada.

Los recientes ataques en el Cauca, Catatumbo y Sur de Bolívar muestran la insuficiencia de las respuestas exclusivamente militares. El campesino que cultiva café, yuca o cacao requiere mucho más que la cercanía de un batallón: necesita carreteras para transportar sus productos, créditos controlados y auditados accesibles para fortalecer su economía, escuelas para sus hijos a más de centros de salud disponibles. Cuando esas garantías no existen, los grupos ilegales llenan el vacío con su propia versión de autoridad.

En este contexto surge la idea de una seguridad sectorial, ajustada a la vocación de cada territorio, evitando el concepto centralista y homogéneo de seguridad ya que no todas las regiones tienen las mismas amenazas ni las mismas necesidades, por lo que se requiere un enfoque diferencial, territorial y participativo. En las zonas agrícolas, la seguridad debe afirmar la comercialización de los productos, con corredores viales vigilados y centros de acopio protegidos. En áreas mineras, la prioridad está en la formalización y regulación de la actividad, evitando que los grupos armados se adueñen del negocio. Y, en regiones de alta biodiversidad, proteger el medio ambiente debe ser parte inseparable de la estrategia, pues la minería ilegal y la deforestación suelen marchar de la mano con la violencia.

El gran desafío consiste en pasar del modelo actual a uno territorial e interactivo, donde la fuerza pública y la comunidad trabajen con objetivos comunes. Solo así podrá cerrarse la brecha histórica que ha convertido al campo en un escenario de conflicto permanente.

La verdadera victoria será que la seguridad deje de ser un privilegio urbano y se convierta en un derecho real para el campesino. Ese día, la palabra tranquilidad sonará como una certeza y no como un sueño lejano en los campos de Colombia.

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por Luis E. Gilibert

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