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El uso político de la justicia

Resumen

En Colombia, la justicia se instrumentaliza políticamente, comprometiendo su independencia y perjudicando a las víctimas reales. Mientras algunos casos se aceleran por interés político, otros quedan sin respuesta, minando la credibilidad del sistema judicial.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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by Juanita Tovar
El uso político de la justicia

Por: Juanita Tovar

En tiempos de interminables guerras políticas, judicializar al adversario se ha convertido en una herramienta tan eficaz como peligrosa. En Colombia, donde los escándalos se solapan y los procesos judiciales se convierten en parte del debate público, resulta cada vez más difícil distinguir entre la aplicación legítima del derecho y su manipulación con fines de supervivencia política.

Lo que antes parecía una excepción hoy se perfila como una práctica recurrente: fiscales que actúan con selectividad, procesos que se aceleran o se frenan según el interés de turno, y filtraciones judiciales usadas como munición en la arena mediática. Cuando la justicia entra al escenario político sin garantías de independencia, ya no es la verdad lo que se persigue, sino la utilidad.

Esta instrumentalización, además de socavar la credibilidad de las instituciones, pone en riesgo derechos fundamentales. No importa si se está en el poder o en la oposición: cuando la justicia se convierte en arma, todos los ciudadanos quedan expuestos a su uso arbitrario. Y lo más grave: se pierde la noción de justicia como bien común y se impone una lógica de revancha.

No se trata de negar que haya corrupción o delitos por investigar. El problema es el doble rasero. Mientras algunos enfrentan imputaciones mediáticas por hechos sin sustento sólido, otros logran navegar intocados entre irregularidades evidentes durante años. Esa selectividad no es justicia, es una distorsión que alimenta la polarización y el descrédito institucional.

Pero hay un daño más profundo y menos visible: mientras se malgasta la justicia en guerras políticas, miles de mujeres violentadas, niños abusados y víctimas de delitos de guerra esperan, en silencio, una respuesta del Estado. A esas víctimas reales no las defiende nadie. Para ellas no hay fiscales diligentes ni jueces veloces. La justicia, en muchas ocasiones, se ocupa del poder, no del dolor. Y cuando lo hace, ya suele ser demasiado tarde.

La justicia, en muchas ocasiones, parece diseñada para servir al poder. Se moviliza con rapidez cuando hay intereses políticos o económicos de por medio, pero se vuelve lenta, burocrática e indiferente cuando se trata de proteger a los más vulnerables. Peor aún: su ineficacia sistemática permite que cientos de delincuentes peligrosos, como asesinos, violadores y narcotraficantes, recuperen su libertad debido a fallos técnicos, retrasos procesales o un sistema carcelario colapsado, solo para reincidir una y otra vez dentro del marco de un aparato negligente.

Las cifras son elocuentes: casos de violencia de género que tardan años en resolverse, denuncias de abuso infantil que se pierden en el laberinto de los tribunales, crímenes de guerra cuyos responsables nunca enfrentan consecuencias. Mientras tanto, los victimarios caminan impunes, beneficiados por una justicia que, en su parálisis, se convierte en cómplice. Para las víctimas reales, la justicia llega tarde, si es que llega. Y cuando lo hace, el daño ya es irreparable: familias destruidas, infancias robadas, vidas truncadas por la impunidad.

El resultado es una doble condena: las víctimas esperan décadas por una sentencia que nunca llega, mientras sus victimarios gozan de libertad, burlando una justicia que prioriza formalismos sobre seguridad. ¿Cuántas tragedias más harán falta para que el Estado deje de proteger procesos y empiece a proteger personas?

Si queremos salvar lo poco que queda de legitimidad institucional, debemos exigir un sistema judicial autónomo, libre, con reglas claras, fiscales independientes y jueces que respondan a la ley y no al poder de turno. De lo contrario, la justicia dejará de ser el último recurso de los débiles para convertirse en el primer instrumento de los poderosos.

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