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El espejo roto de Colombia

Resumen

El atentado contra Miguel Uribe Turbay resalta la persistente violencia en Colombia, un fenómeno crónico que nunca ha sido superado. La polarización y el odio han evitado el avance hacia la paz, heredando y multiplicando el rencor de generación en generación.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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by Juanita Tovar
El espejo roto de Colombia

Por: Juanita Tovar

Los hechos recientes, marcados por el atentado contra Miguel Uribe Turbay, han sacudido una vez más la frágil conciencia nacional. Las reacciones no tardaron en llegar: algunos hablan de un retorno a los peores años de la violencia, como si alguna vez hubiéramos dejado atrás esa pesadilla. Pero la verdad es más dura, más incómoda: Colombia no ha superado su historia de horror. Desde el asesinato de Gaitán en 1948, este país ha sido incapaz de erradicar el odio de su entraña. No es que hayamos retrocedido; es que nunca hemos avanzado. Seguimos siendo una sociedad que, en lugar de aprender de su dolor, lo repite, lo reinventa y, en el peor de los casos, lo celebra.

La violencia en Colombia no es un fenómeno nuevo ni esporádico; es una condición crónica, una enfermedad que ha mutado, pero nunca ha sido curada. Hemos normalizado lo inaceptable. ¿Qué otro país occidental ha visto caer aviones comerciales dinamitados en pleno vuelo? ¿Qué otra nación ha permitido el exterminio sistemático de un partido político entero, como ocurrió con la Unión Patriótica? ¿Dónde más se han ofrecido recompensas por la vida de policías como si fueran trofeos de cacería? Aquí, en esta tierra de contradicciones y moral distraída, los centros comerciales han sido reducidos a cráteres, los clubes sociales convertidos en trampas mortales, y hasta se ha inventado el “collar bomba”, una de las formas más sádicas de tortura jamás concebidas. La lista de atrocidades es tan larga que, después de un tiempo, el horror pierde su capacidad de conmovernos. Nos hemos vuelto inmunes al espanto.

Y entonces, inevitablemente, surge la pregunta: ¿Qué nos pasa? ¿Hay algo en nuestra esencia, en nuestra idiosincrasia, que nos impide vivir en paz? Algunos, en momentos de desesperación, sugieren que hay un defecto en nuestra genética, una tendencia innata hacia la destrucción. Pero esa es una salida fácil, una forma de eludir responsabilidades. El problema no está en nuestros genes; está en nuestra cultura, en nuestra incapacidad colectiva para rechazar la barbarie. Llevamos ochenta años hablando de perdón, de reconciliación, de paz, pero seguimos siendo esclavos de nuestros rencores. Cada generación hereda el odio de la anterior y lo multiplica.

Uno de los síntomas más graves de esta enfermedad es la polarización, un veneno que ha infectado todos los rincones de la sociedad. Antes de que se esclarezcan los hechos, antes de que la justicia hable, ya estamos divididos, lanzando acusaciones, buscando chivos expiatorios. El atentado contra Miguel Uribe Turbay no ha sido la excepción. En cuestión de horas, las redes sociales se llenaron de teorías conspirativas, de señalamientos políticos, de discursos cargados de ira. Pareciera que, para muchos, lo importante no es condenar el acto en sí, sino aprovecharlo para atacar al bando contrario. ¿Cuándo dejaremos de ver la violencia como un arma partidista y empezaremos a verla como lo que realmente es: un fracaso de todos?

La pregunta que deberíamos hacernos no es si hemos vuelto al pasado, sino por qué nunca hemos logrado salir de él. La violencia en Colombia no es un fantasma que regresa; es una sombra que nunca se ha ido. Es un espejo, pero roto. Cambia de forma, se adapta a los tiempos, pero siempre está ahí. En los años 50, eran los partisanos liberales y conservadores matándose en las calles. En los 80 y 90, eran los carteles sembrando el terror con coches bomba. En los 2000, eran los grupos armados desplazando campesinos y masacrando pueblos.

Hoy, la violencia es más difusa pero igual de letal: disidencias, bandas criminales, sicariato urbano, linchamientos. El enemigo ya no tiene un solo rostro, pero el resultado es el mismo: muerte, miedo y desesperanza.

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