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Dolor de patria, dolor de padre, dolor de EDUCADOR…

Resumen

El "dolor de patria" refleja la tristeza e impotencia que sentimos por la violencia, corrupción y división política en Colombia, que erosiona los cimientos de nuestra sociedad, afectando a la educación, convivencia y los valores que transmitimos a futuras generaciones.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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by Jaime Leal Afanador
Dolor de patria, dolor de padre, dolor de EDUCADOR…

“Dolor de Patria” es un concepto abstracto y tiene muy variadas respuestas. Es una poderosa expresión para reflejar la tristeza y la sensación de incapacidad que experimentamos quienes trabajamos y confiamos en el país y nos decepcionamos cuando ocurren hechos que nos avergüenzan, nos dejan sin palabra, nos paralizan y nos hacen pensar que nos hemos devuelto en el tiempo, que el camino recorrido para construir una sociedad más equitativa y en paz ha sido infructuoso, y que la apuesta por construir un mejor presente y futuro para nuestros hijos pareciera estar perdida.

Ante la delicada situación de nuestra actual Colombia debo romper mi costumbre de evitar temas de carácter político en mis columnas, por la irascibilidad que estos despiertan y porque, en medio de las diferencias y del respeto a todas las posiciones ideológicas, no puedo negar que lo que presenciamos hoy me causa dolor de patria. El aumento en las tasas de violencia y criminalidad, la peligrosa polarización política, la existencia de casi tres millones de jóvenes sin estudio ni trabajo, la preocupante normalización de casos de corrupción, el regreso de los ataques guerrilleros y la aparente incapacidad de controlar y erradicar los cultivos ilícitos, entre otros muchos síntomas, deben cuestionar la estrategia que, como país, más que como gobierno, estamos realizando para intentar favorecer la paz y la convivencia.

Esto va más allá de un enfrentamiento de derechas e izquierdas, o de gobierno y oposición. Es un asunto que está socavando los cimientos de la formación básica de nuestra sociedad, del respeto, de la vida, de la verdad y de la convivencia y, por ende, de los valores que aprendimos y que ahora inculcamos a nuestros hijos, de lo que el sistema educativo está enseñando y de lo que la normatividad y la gestión pública están inspirando.

Los criminales ataques a la vida de líderes sociales, miembros de las fuerzas armadas, políticos y ciudadanos del común en todas las regiones del país no sólo nos cuestiona, como sociedad, por permitir traspasar fronteras sagradas como las del derecho a la vida, sino que se ha acompañado de otro, moralmente más peligroso: el sicariato digital. Las masivas calumnias, afrentas a la dignidad y afirmaciones de cientos, tal vez miles, de compatriotas que, desde las redes sociales y sin ninguna responsabilidad, gozan del dolor ajeno, esparcen mentiras, politizan y atizan el odio, sin conciencia alguna del daño que generan, vienen de adultos que no aprendieron de la violencia, el narcotráfico, la guerrilla y los atentados que vivimos hace décadas, y de jóvenes que no los vivieron pero a quienes sus padres y la sociedad no les enseñaron las amargas experiencias de la violencia.

Repetir trágicos sucesos de violencia premeditada como los de los cientos de ataques sicariales, que a diario se dan por diversos motivos, nos degrada como sociedad, ya que no solo nos devuelve como patria boba que no aprende de sus fracasos  a la Colombia de los años 80 y 90 del siglo pasado, sino que denota el nefasto hecho de que en nuestro país la vida se sacrifica por unos pocos pesos, que muchos jóvenes optan por el dinero a como dé lugar por encima del estudio, el trabajo digno y comprometido, que se está privilegiando la exigencia de derechos por sobre los deberes, que se da crédito a denuncias sin fundamento, al discurso y a la promesa sin acción ni cumplimiento, y que hace carrera la ausencia de sanción por casos de  corrupción y de incumplimiento de reglas.

Para quienes nos sentimos orgullosamente colombianos, padres de familia y, como en mi caso, educadores, el cúmulo y la peligrosa normalización de estos acontecimientos deben cuestionarnos hasta lo más profundo de nuestro ser, sobre si hemos sido lo suficientemente enérgicos para imponer las normas y el ejemplo necesario para asegurar una pacífica y solidaria convivencia.

*Rector UNAD.

 

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por Jaime Leal Afanador

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