Del proteccionismo, las reformas y los muppets

Por: Edgar Julián Muñoz González

Durante su campaña y ahora en su nueva administración, Donald Trump ha insistido en la imposición de aranceles a productos de Canadá, México y China con la justificación de proteger la industria nacional y corregir déficits comerciales. Es normal que estas medidas sean aplaudidas por sectores que ven en ellas un resguardo ante la competencia extranjera. Y no nos digamos mentiras, en teoría eso suena muy bien, aunque también generan represalias comerciales que terminan aumentando costos para consumidores y empresas.

Desde cualquier óptica ideológica, el impacto de estas tarifas es debatible. Soy nieto de Julio González Reyes, otrora gran ejecutivo de confecciones y reconocido por muchos años, según El Tiempo, como uno de los 10 empresarios más importantes del país en la década de los 80. Crecí escuchando sobre el auge y caída de Margarette Fashion, un caso que me enseñó que el proteccionismo puede ser un alivio momentáneo, pero también aleja a las industrias de la realidad global. A corto plazo, estas medidas pueden dar la sensación de seguridad, pero a mediano y largo plazo generan incertidumbre, desincentivan la inversión y pueden debilitar la competitividad del país.

El problema de fondo es que nuestras democracias exigen resultados económicos inmediatos. Gobernantes y ciudadanos hablan de la necesidad de actuar con visión de Estado, pero pocas veces están dispuestos a asumir el costo político de medidas cuyos beneficios solo se verán en una década o más. Un ejemplo claro es la reforma agraria: ¿por qué ningún gobierno se arriesga a hacer grandes cambios en este sector? Porque cualquier transformación estructural en el agro no muestra frutos sino hasta 10 o 15 años después.

Miremos el caso de Sri Lanka, donde una transición forzada a la agricultura orgánica colapsó la producción de arroz, causando escasez y una crisis alimentaria. Algo similar ocurrió con la crisis de la lana en Australia, cuando una mala planificación y el exceso de producción hundieron el precio y destruyeron la industria ovina. Estas situaciones reflejan un problema más amplio: las reformas de largo aliento requieren planificación técnica y paciencia, dos cosas que rara vez coinciden con los ciclos electorales.

Lo mismo ocurre con la legalización de cultivos como la coca. Si bien algunos argumentan que regular su producción podría reducir la violencia del narcotráfico, también es cierto que un mercado formalizado haría caer los precios, sin garantizar un consumo masivo que lo haga rentable. No es lo mismo comercializar coca que café, aguacates o uchuvas.

En el ámbito de la salud, pasa algo similar. Reformas mal implementadas pueden generar colapsos en los sistemas médicos, como se vio en el Reino Unido con el NHS, que ha sufrido por falta de inversión y reformas estructurales insuficientes. La necesidad de cambios es evidente, pero pocos políticos están dispuestos a asumir el costo de medidas cuyos beneficios se verán cuando ya no estén en el poder.

No estoy en contra del cambio cuando es necesario, pero sí cuando se busca modificar lo que ya funciona bien. Soy de los que cree que la perfección es enemiga de lo bueno. Este gobierno se parece a alguien que cree que con bisturí y bótox se verá mejor, pero termina con un rostro irreconocible, como un perro con cara de Muppet. A veces, en el afán de cambiarlo todo, lo único que logran es desfigurar lo que ya funcionaba.