Del negocio que dejó de empujar y ahora estorba
Resumen
En los Llanos Orientales, el sector petrolero colombiano enfrenta desafíos debido a la cultura de interrupción laboral y paros frecuentes. La falta de unidad y eficiencia está afectando el desarrollo y la inversión extranjera, estancando el progreso en la región.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
Me encuentro en los Llanos Orientales, en Acacías, revisitando obras y recuerdos que me llevan más de una década atrás, a tiempos del llamado "boom petrolero". La región hierve con el mismo sol de antaño, pero ya no con la misma energía. Es una nostalgia extraña, no solo por la belleza del paisaje, sino por los momentos vividos. Muchos buenos, otros no tanto.
Coincide mi visita con el malogrado, fiasco diluido paro nacional, ese que el presidente Petro ahora insiste en no haber convocado, pero que hasta el más distraído reconoce como suyo. La preocupación no es solo política, también es estructural. Colombia parece avanzar hacia un modelo donde el conflicto se estandariza y el trabajo se desdibuja. La protesta es una rutina que, por más que quieran mostrarla como algo romántico, no es otra cosa que la incapacidad de mantener y honrar la palabra, esa que tanto se mofan los colombianos de poseer y que todos los días incumplen buscando aprovecharse.
Recuerdo bien el 2012. Trabajaba en la zona con Cepcolsa, la filial de CEPSA. La USO comenzaba su avance hacia Rubiales y la tensión se sentía en el aire. Su estrategia era sencilla; consistía en encontrar la chispa mínima para obligar el cese y mostrarse como los defensores de los trabajadores. Corrompían aquí y allá, paralizaban faenas, negociaban con presión. Aquel entonces era una batalla difícil, mis compañeros saben que no miento, pero al menos era identificable.
Hoy, el panorama es más disperso y mucho más complejo. He contado al menos 25 asociaciones entre operadores, técnicos, transportistas, oficios varios, además de la USO y las JAC. Cada una con su propia agenda, su propia razón para detener la obra. Aquí, en Acacías, ya no se trabaja toda la semana. Siempre hay un mitin de alguno de esos 25 actores. Y si hay paro nacional, es el festival del ausentismo. Pero toca pagarles, porque el presidente dio la orden. Qué fácil es ordenar pagar con la plata de otro.
Pero el problema no es la huelga en sí, pues hay momentos en los que parar es necesario, justo y digno, sino el hábito de hacerlo. La cultura de la interrupción se ha metido en la médula del trabajo colombiano. Paramos porque podemos, porque conviene, porque es rentable no producir, así el ocio nos haga gastar lo que ganamos por el día que no laboramos. Y eso, aunque duela decirlo, nos está volviendo ineficientes, perezosos, cínicos y sinvergüenzas.
El sector petrolero, otrora insignia de desarrollo y orgullo nacional, hoy se arrastra como una carga más. Antes aspirábamos a entrar en un proyecto, hoy muchos solo quieren que no termine para seguir cobrando. Como si las obras fueran pozos sin fondo y no empresas con objetivos claros y fechas límite. Esta lógica perversa desincentiva el progreso y ahuyenta la inversión. Los extranjeros ven con claridad que donde no hay unidad ni resultados, no hay futuro. Por eso se han ido.
Colombia debe cambiar la corriente. Volver a creer en la sinergia entre empleadores y trabajadores que no niegue el derecho a la protesta, pero que entienda que el verdadero poder está en construir, no en frenar. El sindicalismo debe pasar del chantaje al juramento. Y el empresariado, por su parte, debe respetar el oficio sindical y abrir canales efectivos de comunicación.
Cuando todos jalan para su lado, no se avanza. Se gira en círculo. En ese vaivén, el país se estanca. Los convencidos de que regalando comida van a satisfacer a su pueblo, se equivocan. Como todos sabemos, el perro hambriento, al mendigar, se olvida de cazar. Mirando con los ojos caídos y paseando su lengua por los labios, nunca deja de pedir y espera a que caiga cualquier sobra del plato para lamerla del suelo. Y, lo peor, siempre vuelve por más.