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Del movimiento, la lucidez y el tiempo

Resumen

La globalización cambió nuestras vidas y percepciones en los años 90, transformando símbolos de estatus en bienes cotidianos. Este proceso fue resultado de decisiones económicas que impactaron la clase media, pero con el tiempo se perdieron los beneficios sin actualizarse.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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by Edgar Muñoz
Del movimiento, la lucidez y el tiempo

Por allá en los años 90, el mundo era otra cosa. O al menos así lo sentíamos quienes crecimos en esa época. El planeta era inmenso, misterioso, lleno de lugares fantasiosos que apenas vislumbrábamos desde la señal de la parabólica. Nadie se quedaba a ver el atardecer porque prefería estar en la tv esperando a que comenzara Caballeros del zodiaco o Baywatch. Ver un canal extranjero era asomarse a una realidad lejana, inalcanzable, casi mitológica. Estados Unidos era el Olimpo moderno, y cualquier familiar que regresara de allá era recibido como un emisario de otro mundo. Escuchar sus historias y ver sus regalos era un ritual.

Había una especie de culto silencioso por lo que no teníamos. Los papeles de los dulces importados decoraban carpetas, cuadernos y algunas bicicletas. Eran como pequeñas banderas de una identidad deseada. Los afiches en los cuartos de Ferraris, Lamborginis o de Pamela y Cindy Crawford era la declaración de "yo también soy parte, aunque sea desde acá".

Pero el tiempo se mueve. Hoy, conseguir una Milky Way, un par de Merrell o una caja de Nerds es tan sencillo como comprar mentas. Ya no esperamos a que el tío regrese de Miami: lo pedimos por Amazon. Lo que antes era símbolo de estatus, hoy pasa desapercibido. No porque se haya vuelto trivial, sino porque el mundo se encogió, se aplanó, se volvió omnipresente. Las colas cuando el primer McDonalds, Starbucks o h&m, se ven ridículas desde esta perspectiva. Imagino que todos los que fueron, hoy niegan que lo hayan hecho. Lo que fue marginal, hoy es estándar. Y no nos dimos cuenta cuándo pasó.

Esta es la globalización, pero pocos entienden que no fue un milagro, sino el resultado de decisiones, de políticas, de aperturas que conectaron a Colombia con el resto del planeta. Durante un tiempo, el país logró atraer inversión, produjo internamente, generó empleo formal y bajó precios. Aunque parezca irreal, hubo deflación. La clase media respiró, consumió, se expandió.

Pero como todo ciclo, también tuvo fecha de vencimiento. Hoy volvemos a ver con nostalgia lo que ya tuvimos, sin comprender que la economía no se mide solo en cifras ni en discursos, sino en poder adquisitivo real. Un salario bueno no es el que suena alto, sino el que alcanza. Y eso solo se logra con estabilidad, producción y trabajo. La inflación se encarga de destruir lo ganado cuando se pierde el rumbo.

Es fácil culpar al sistema, a los de afuera, a los ricos o a los políticos de siempre. Pero también hay una responsabilidad implícita que incomoda a todos: la del esfuerzo propio. No todo se hereda, y lo heredado también se pierde si no se renueva. La riqueza, como la vida, necesita movimiento. Si se estanca, muere.

El mundo cambió, pero nosotros, ¿cambiamos con él? Esa es la pregunta que no estamos haciendo. Preferimos mirar el pasado con romanticismo y el presente con rabia, sin entender que lo único constante es el cambio. Y que detenerse a observar cómo todo avanza no es nostalgia, sino lucidez.

Ya es hora de pasar la página y dejar de tragarse el cuento. No se puede venir ahora, con apenas diez meses para el final, a prometer lo que no se hizo en tres años. Porque mientras algunos gobernaban con slogans, otros trabajaban en silencio para que este país siguiera moviéndose.

Drexler lo dijo mejor: “Estamos vivos porque estamos en movimiento.” Así debe estar la economía, la cultura, el país… y nosotros. Los que no se mueven, no es que se queden quietos: se los lleva el tiempo.

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por Edgar Muñoz

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