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De los discursos, las panaderías y el presidente

Resumen

El artículo resalta cómo en política la oratoria supera hechos y cifras, influyendo en la percepción de los votantes. Los grandes oradores transforman realidades, pero discursos malintencionados pueden llevar a engaños masivos.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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by Edgar Muñoz
De los discursos, las panaderías y el presidente

En política, no siempre gana el que tiene la razón, sino el que mejor la dice. El discurso, más que las cifras o los hechos, es lo que define la percepción de los votantes. El lenguaje político tiene una capacidad asombrosa para condimentar la percepción económica, así la realidad sea otra. No por nada los grandes oradores de la historia han dejado una marca tan profunda, que supera sus acciones reales.

Personalmente, guardo con aprecio discursos. De los más populares, para no montarla de intelectual, van desde Kennedy y Martin Luther King hasta Margaret Thatcher. Esos textos, una vez dichos con fuerza ante multitudes, se transforman cuando uno los lee en silencio. La magia no se pierde, pero se revela distinta. Las pausas son otras, los énfasis ya no los da el tono, sino la palabra misma y nuestra voz interior. A veces, uno se da cuenta de que un discurso que parecía grandioso era puro eco. O que uno que parecía medio pingo, escondía una retórica impecable.

Winston Churchill sostuvo al Reino Unido sobre el filo de la esperanza a punta de labia. “We shall fight on the beaches…”. Su oratoria no buscaba la belleza, sino la firmeza. Y cuando el lenguaje se usa con precisión, arrasa como la creciente. Sus palabras eran parte del esfuerzo bélico mismo.

Del otro lado, está Adolf Hitler. No se puede hablar del poder de los discursos sin mencionarlo. No llegó al poder solo por ideología ni por violencia, sino porque supo hablarle a un país herido. El contenido era profundamente destructivo. Pero la cadencia, la puesta en escena y la repetición calculada eran retóricamente impecables. Entenderlo no es admirarlo; es vacunarse. Así como una buena economía puede sostener un mal gobierno, un mal discurso puede justificar atrocidades si la audiencia no está despierta.

En Colombia debo decir que Horacio Serpa y Álvaro Gómez Hurtado eran maestros que construían ideas como si fueran tesis doctorales. Incluso Álvaro Uribe, en su alocución final como presidente, logró pintar el país con trazos regionales impecables. Yo recuerdo muy bien cuando habló de la sabana y del llano, del café y de las montañas, con mucho orgullo. Porque estos personajes saben del paisaje que somos.

Pero luego está Santos, que hablaba sin alma y por eso necesitaba comprar apoyos. Duque, que no transmitía ni emoción, ni dirección. Y el presente: Petro, que confunde, miente y no conecta. Habla de vida y paz, pero desde la pelea.

Las últimas joyas delirantes del presidente son difíciles de clasificar. No se sabe si son discursos, sesiones de espiritismo vudú o talleres de autoayuda con esteroides. Ahí está todo: el amor, la muerte, la dialéctica, la ciencia, el yin y el yang, ad astra, las vibraciones del universo, las constelaciones políticas, y una pizca de física cuántica emocional… como si hubiera zarandeado a Hegel, Confucio, Coelho y Carl Sagan en una licuadora, y se hubiera jartado el batido, sorbiéndolo con pitillo a lo DiCaprio en Once Upon a Time in Hollywood.

Pero más allá del disparate, lo preocupante son las palabras lanzadas sin dirección. No tiene ideas. Aunque el relato es lo más parecido al de Adolfo: insistir en mentiras hasta que se aceptan como verdades.

La percepción económica del votante se construye con relatos. Y un mal discurso puede hacerle creer a alguien que está en bonanza mientras camina ciego hacia el Salto del Ángel en Venezuela… y pa´llá vamos.

En economía, como en la panadería, lo que parece a veces no es. Un pan de bono a medio hacer puede parecer pan de yuca; si se pasa, parece una almojábana. Pero al primer mordisco, se revela la verdad. Y en tiempos donde todo se cocina rápido y se sirve tibio por redes sociales, más que nunca necesitamos palabras que no se inflen. Porque de tanto comernos discursos mal horneados, ya no sabemos si lo que sentimos es esperanza… o indigestión.

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por Edgar Muñoz

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