De las bibliotecas, la economía y los silogismos
Resumen
Las bibliotecas privadas están reduciéndose no por falta de amor a los libros, sino por espacios limitados en nuestros hogares. Con el auge del Kindle y otros avances, esto redefine cómo consumimos literatura, llevando grandes bibliotecas directamente en nuestros bolsillos.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
Hay un sector político en Colombia que suele atacar a sus opositores llamándolos “personas que no leen”, y con desdén los tildan de “uri-bestias”. Bobadas de mi generación, que aún cree en el sofisma de que leer equivale a conocimiento y que educación siempre es sinónimo de progreso. La reciente columna de Sergio Muñoz Bata en El Tiempo les pone el dedo en la llaga: las bibliotecas privadas parecen estar en vías de extinción, no por falta de amor a los libros, sino por la reducción de los espacios en los que vivimos. Como bien señala, menos metros cuadrados, menos repisas. Y aunque parezca un problema menor frente a la inflación o el desempleo, en el fondo revela cómo la economía termina moldeando hasta el modo en que almacenamos nuestras ideas.
Mi Nona (q.e.p.d.) fue la bibliotecaria del Colegio universitario de Vélez por décadas y, curiosamente, nunca vi una repisa con libros en su casa. En cambio, la de mis abuelos maternos, era un espacio especial, cómodo y tranquilo. Allí estaba el piano con el que medio aprendimos a tocar, un Badger de 1937 que ahora ayuda enseñando a mis hijos. Esa biblioteca era un archivo vivo, un territorio al que podía acudir cada vez que quería aprender algo nuevo de la enciclopedia Monitor. No se trataba de leerlo todo, hazaña imposible, sino de tener a la mano ese amparo capaz de sacudirme y derrumbar una percepción equivocada de mí mismo. Borges hablaba de la Biblioteca de Babel como un océano sin orillas; nuestras bibliotecas personales son apenas un eco de ese infinito, pero con la ventaja de ser íntimas, familiares, consultables y perennes para nuestra existencia.
La economía, sin embargo, nos obligó a reinventarnos. En mi vuelta al mundo descubrí que no hay mejor compañero que un Kindle. Al principio, lo confieso, fui un purista del papel. Pero la necesidad de tener siempre algo que leer me empujó a abrazar la pantalla. Hoy me cuesta viajar sin él. Y aunque terminé comprando en físico algunos de los libros que adquirí en digital, un gesto que a muchos, incluida mi esposa, les parecería absurdo, la posibilidad de llevar conmigo toda una librería en el bolsillo es un lujo moderno que agradezco.
Con esto se entiende que las bibliotecas trascienden el espacio material, con la creatividad para adquirir y conservar conocimiento. Puede que nuestras casas apenas alcancen para 500 volúmenes, pero siempre habrá lugar para los clásicos, ya sea en la estantería o en la nube. El tamaño de la biblioteca no define al lector. Todo el mundo quiere decir que ha leído mucho porque es una forma de sentirse especial, pero vuelvo y repito: leer cosas útiles cansa y es como hacer ejercicio, una hora al día dedicada es suficiente. Al final, tenerla en papel puede ser un gesto estético o nostálgico; empero, tenerla en digital es un acto práctico y democrático.
Yo alguna vez quise tener una casa como la de Mi pobre angelito y una biblioteca como la de La Bella y la Bestia. Pero el conocimiento, ese sí, sigue siendo patrimonio de los que se esfuerzan por aprender, con o sin vitrinas. Aunque a veces la apariencia pese más que la sustancia, la verdadera biblioteca está en la cabeza y en la disciplina de volver una y otra vez a los libros, de papel o de píxeles, para hacernos mejores. Quizás los anaqueles personales de lectura terminen siendo un lujo para esnobistas. Porque el esnobista, al fin y al cabo, no siempre es el rico, sino el que quiere aparentar serlo.
Y cierro con dos silogismos: ¿Si la economía reduce la vivienda, y la vivienda reduce la biblioteca, entonces la economía reduce la inteligencia? Para mí, no. Porque si leer nunca es suficiente, y el papel nunca cabe, entonces la biblioteca es interminable.