De la inteligencia, la playa y los vegetales
Resumen
El artículo explora cómo nos aferramos a modas y normas sin cuestionarlas, destacando el valor del hedonismo como un enfoque alternativo a la vida. Reflexiona sobre la futilidad de seguir tendencias sin una auténtica convicción personal.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
Concentrarse demasiado en la política, el trabajo e incluso la propia identidad puede no ser signo de compromiso, sino de una imaginación estrecha. Como creer que comer brócoli es virtud. En lugar de complejizar la realidad, nos vamos con lo primero que aparece. Reaccionamos con la rapidez de un animal asustado, sin procesar, sin cuestionar. Eso, para muchos, es natural. Y lo natural, dicen, es bueno.
¿Pero por qué no buscar el hedonismo? ¿Por qué no darle una oportunidad al placer, sin culpas, sin discursos morales sobre el deber y la productividad? ¿Por qué no drogarnos o emborracharnos en horario laboral? Recuerdo La playa, esa película de Danny Boyle donde un grupo de jóvenes, cansados del mundo, encuentra una utopía que solo funciona mientras ignoran lo que los hace humanos. Una comunidad que cree haber vencido a la civilización hasta que aparece el dolor y, con él, la verdadera naturaleza de todos.
Creo que quienes escribimos también podemos caer en esa trampa de lo inmediato, de lo que está en la agenda, de repetir lo que todos dicen sin preguntarnos si eso nos representa. El oficio de escribir exige rebeldía. Incluso cuando hablamos del mismo tema de siempre, deberíamos hacerlo desde una esquina menos cómoda, buscando sacudirnos a nosotros mismos antes que a los lectores. Porque si uno no se saca del letargo, ¿qué puede ofrecer?
Y hablando de letargos, pensemos en una lechuga. Una buena Batavia, recién comprada, firme, verde, esperanzadora. Pero basta con dejarla dos días más de lo debido en la nevera para que se pudra, para que huela mal, para que nos recuerde que la intención no basta. Me pasó muchas veces cuando vivía en Lima, soltero y con la firme intención de comer sano. Compraba verduras con entusiasmo, creyendo en la transformación, en una versión más limpia de mí mismo. Pero la intención siempre fue mejor que el sabor. Comer vegetales me gusta, sí, pero de ahí a preferirlos sobre la carne… no nos mintamos. Lo mismo con el ejercicio. Y con la lectura.
Decir “me encanta leer” es una de esas frases que se dicen porque hay que decirlas. Yo leo, claro. No sé si mucho o poco, pero nunca lo suficiente. Y más por costumbre que por placer. Y hay una diferencia enorme. Cambiar algo que nos gusta por algo que se supone que debería gustarnos, porque así lo dictan las normas sociales del momento, es una estupidez elegante. Yo también, en mis veinte, creía en la igualdad, me sentía corto de oportunidades y poco valorado. Aunque también quería la ropa de moda, el éxito que vendía la publicidad, el reconocimiento. Todo eso llegó, sin cagarme en otros. No obstante, todo pasó.
Todo pasa y todo queda, decía Antonio Machado. Como las modas. Como el pádel. Como los gobiernos que se creen eternos. La moda de Petro y de Francia Márquez ya tuvo su momento. Ya fue. Lo saludable también tiene su fetiche, su ciclo. Compramos brócoli y lechuga como compramos discursos: con esperanza. Pero muchas veces lo que hay no es transformación, sino una verdura marchita en el fondo de la nevera, esperando pudrirse sin hacer ruido. Hay gobiernos que en cuatro años parecen pocos, pero, y no lo sabía, otros, como el actual, donde un año era ya demasiado.
Muchos dirán que es mejor dejarla el tiempo que se supone que debe estar, pero la verdad es que la nevera está sin energía, sin luz, y eso agrava las cosas. Sí o sí se está pudriendo, pero más rápido. Es hora de sacarla. No sé cómo. Y aunque pudiera quedarse más tiempo, se descompone tan rápido que después lo único que quitará el olor será importado. Y saldrá carísimo.