De la economía aplicada, la trampa y la burocracia
Resumen
La diferencia entre un país en avance y uno estancado radica en su capacidad institucional. En Texas, la planificación eficiente lleva a resultados tangibles, mientras que en Colombia, la burocracia y la trampa impiden un progreso similar. Crecer requiere riesgo y dirección.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
Por: Edgar Julián Muñoz González
En economía aplicada, lo esencial no está en los grandes modelos teóricos, sino en cómo se traduce el sistema en resultados tangibles para la gente. Esta semana estuve en Texas, Estados Unidos adelantando labores comerciales en el sector de O&G, y no deja de sorprenderme cómo funciona un Estado cuando sus instituciones tienen poder real y reglas claras.
Durante otra visita, hace un mes aproximadamente, estuve en Austin, y me topé con una ciudad en obras, tráfico insoportable y señales de “trabajo en proceso” por todos lados. Pensé que era otro caos urbano y nada más. Pero ahora, esas obras ya son autopistas elevadas, bases montadas, concreto seco y estructuras que este año estarán en operación. ¿Cómo es posible? ¿Qué pasa allá que no pasa acá?
Muchos dirán: “en Colombia el problema es la corrupción”, pero eso es una respuesta perezosa. Corrupción hay en todas partes. Lo que diferencia a un país que avanza de uno que se estanca es la capacidad institucional. La burocracia colombiana, más que un engranaje del Estado, se volvió un pantano de permisos, firmas, sellos, conceptos, consultas y avales que le han quitado todo margen de acción al poder local para ejecutar sin trabarse.
Y ese es un tema profundamente económico así no lo parezca, porque la economía aplicada también estudia los costos de transacción, los obstáculos al emprendimiento, el riesgo regulatorio y la ineficiencia del Estado. Cada trámite, cada licencia, cada cuota burocrática, es un impuesto disfrazado que se paga con tiempo, dinero o con favores políticos. Es un peaje institucional sin tarifas, aunque sí precio: el estancamiento.
Ahora bien, la raíz del problema no es sólo técnica, sino política. En Colombia, se ha vendido la idea de que lo público debe ser eterno, intocable, sagrado. Como si cualquier intento de eficiencia fuera una amenaza ideológica. Pero lo público, cuando no se gestiona con reglas claras y visión de país, se convierte en botín político. Y así es que caemos en un Estado débil, sobredimensionado, sin capacidad de acción y lleno de normativas.
Como si fuera poco, eso nos lleva al otro drama: la política de clanes. Lo que alguna vez fue una contienda entre dos partidos, hoy es un sancocho de movimientos personalistas y coaliciones que duran menos que mi hijo con la ropa limpia. Paradójicamente, el único bloque que ha logrado consolidarse como fuerza real es el del Pacto Histórico, que funciona como un gran partido, con satélites menores que orbitan su poder.
Mientras tanto, la oposición sigue jugando a quien la tiene más grande. Los liberales se creen aún los herederos de Gaitán; los conservadores no son oposición, no son alternativa, y mucho menos coherentes. Se vendieron por cuotas, y eso no es estrategia, es traición. El resto es una larga lista de emprendimientos políticos que parecen creados más por afán de figurar que por un sentido de futuro colectivo.
Y sí, lo digo sin rodeos: esto empezó con Santos. Con la tonta paz fractura al centro y entrega el poder narrativo a quienes piensan que el Estado debe ser proveedor único de bienestar, y que los empresarios, y los que trabajan duro, deben financiar la ociosidad institucional. Él, que dijo que la historia lo juzgaría, hoy debería saber que la sentencia ya está escrita: rompió el bloque que creía en el libre mercado, justificó la violación, el secuestro, el asesinato, y abrió la puerta a un modelo de subsidios eternos.
Para cerrar, tomo prestada una frase de Milei: “Donde hay una necesidad, hay un derecho... pero el derecho a avanzar no puede ser pisoteado por el miedo al escándalo”. Si no recuperamos la noción de que crecer requiere riesgo, libertad, esfuerzo y dirección, seguiremos mirando las autopistas de Texas desde la ventana del avión, preguntándonos por qué allá sí y aquí no.