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A mí mismo, sinceramente

Resumen

Fernando Molano Vargas, autor colombiano, encontró refugio en la literatura frente a un mundo hostil. Su legado amoroso y resistente quedó plasmado en su obra, pese a la enfermedad y la adversidad en su vida.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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by Maura Samara Suárez
A mí mismo, sinceramente

Por: Maura Samara Suárez

Hay muchos problemas en el mundo en este momento, y la situación del país tampoco es tan alentadora. Hay muchas cosas importantes de las que ya están hablando otras personas. Hoy quiero alejarme un poco de esta cruda realidad y hablarles de uno de mis autores colombianos favoritos, Fernando Molano Vargas, escritor del poema que hoy titula esta columna.

A veces pienso que, si Fernando hubiera nacido en otra época, quizás habría tenido otra vida. Una más larga, más justa, menos escondida. Pero también pienso que no habría escrito lo que escribió, ni amado como amó. Porque hay personas que nacen para dejar memoria, aunque duela.

Molano caminaba solo por Bogotá cuando era joven. Se perdía en las calles y encontraba palabras. Leía a Dickens, a Kafka, a Camus, y entendió pronto que los libros no solo eran viajes: “Porque en los libros no solo he visitado lugares, también he visitado mis sueños”, escribió alguna vez. En ellos encontró belleza, pero también un refugio frente a un mundo hostil.

Pasó por arquitectura e ingeniería antes de encontrar su lugar en la Universidad Pedagógica, donde estudió Lingüística y Literatura. Allí conoció a Diego Molina, el amor de su vida. Fernando y Diego se acompañaron en los libros, en las clases, en los sueños. Hasta que la enfermedad les cambió la vida: el VIH apareció como una condena en los cuerpos de ambos. Diego fue uno de los primeros diagnosticados con sida en Colombia. Una enfermedad sin tratamiento, sin compasión. Los doctores no querían tocarlos por miedo al contagio. Había camas donde nadie se acercaba. Y ellos dos, tan jóvenes, tuvieron que cuidar el uno del otro, aprender a despedirse antes de tiempo. “Aquí el mundo sigue dando vueltas —sin ti”, dejó escrito Molano tras la muerte de Diego.

Durante un mes talló a mano en la lápida de Diego el poema “Partir” de Héctor Ignacio Rodríguez. Cinco años después, enterró sus cenizas bajo un árbol en el Parque Nacional, donde habían compartido tantos momentos. El día del entierro sonaba “Los genios no deben morir” de Mecano.

Después vino el aislamiento, el rechazo familiar, la obligación de cuidar a su madre enferma, la precariedad económica, la tristeza. Pero incluso ahí escribió Un beso de Dick, una novela que fue reconocida por la Cámara de Comercio de Medellín. El título era un guiño a Dickens, pero el contenido era profundamente colombiano: la historia de dos adolescentes que se aman sin espacio para ser.

En 1995 recibió una beca de Colcultura para escribir otra novela. La entregó corregida, pero quedó inédita. Años después, una amiga la encontró entre los archivos de la Luis Ángel Arango. Esa novela, Vista desde una acera, fue publicada en 2012. Antes de morir alcanzó a ver publicado solo su poemario Todas mis cosas en tus bolsillos, gracias a la Universidad de Antioquia y al trabajo de Héctor Abad Faciolince, allí escribió: “qué es tan precaria la memoria, tan frágil, tan inútil. Incapaz la pobre de esbozar siquiera los contornos de tu vacío”.

Murió en abril de 1998, por las mismas causas que Diego. Su hermano cumplió su deseo: sus cenizas fueron enterradas bajo el mismo árbol del Parque Nacional, donde años antes había despedido a su amor. Hoy, que todo parece tan difícil e incierto, pienso en él. En cómo resistió, cómo escribió, cómo sostuvo el amor en medio del miedo. No necesita homenajes ruidosos. Su vida ya fue un acto de belleza en medio de la crueldad. Y aunque no quede mucho por decir, en donde quiera que esté, “probablemente, tus poemas no me resultan aburridos”.

 

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por Maura Samara Suárez

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